Por: Andrés Palencia
La actual política criminal en Colombia carece en buena medida de evidencia y genera un impacto diferenciado para las poblaciones vulnerables y socialmente excluidas, además, representa una sobrecarga para la administración de justicia. Según cifras del Instituto Nacional Penitenciario cerca de 111.945 personas cuentan con medida intramural, de estos los delitos de drogas son la segunda conducta delictiva del total de sindicados y la tercera del total de las personas condenadas. Además, es el tercer delito con mayor reincidencia luego de homicidios y el hurto.
Esta política no prioriza las cadenas de valor y ha impactado principalmente a los eslabones más débiles de la cadena de narcotráfico como distribuidores de pequeña escala, campesinos de subsistencia y mujeres, sin que estas acciones impactan en el desmantelamiento de organizaciones de crimen organizado y por el contrario perpetúan discursos asociados al populismo punitivo, la reactividad y la vulneración de derechos (Comisión Asesora de Política Criminal, 2012).
De igual manera, desconoce el carácter flexible y fragmentado de los grupos de crimen organizado. Además, deja de lado el fenómeno multicausal y multifacético de criminalidad, y no integra la realidad internacional asociada a procesos de legalización y/o regularización de mercados de drogas que varios países, en la comunidad internacional, han llevado a cabo, ni el llamado de la sociedad civil para modificar el sistema global de fiscalización de drogas.
Este enfoque ha dado lugar a la persistencia de la criminalidad que afecta la seguridad ciudadana y representa, entre otros, encarcelamiento, hacinamiento en las cárceles y un elevado costo social; mientras la producción, el tráfico y el consumo de drogas han tendido a transformarse (IDPC,2016). Como varios autores han afirmado, la política criminal se ha centrado de manera fundamental en el derecho penal, en el marco de la criminalización, el recrudecimiento de penas o la ampliación de términos para llevar a cabo la investigación penal.
Para Uprimny, la política de drogas, además, se caracteriza por una legislación abundante en tipificación de conductas. Esta tendencia coincide por lo expuesto por Baratta quien, además, plantea que la criminalización de la droga expone el sistema penal a “graves contradicciones internas y expone al sistema de justicia a una potencial crisis de legitimación y credibilidad, más evidente aún de la que se produce en general con respecto al impacto del sistema carcelario sobre los problemas sociales”.
Este escenario permite discutir y fomentar el debate de alternativas de intervención por parte de la política criminal basadas en la evidencia, la protección de los derechos humanos y en los limitados recursos para la aplicación de esta política. Esta funcionalidad podría operar en una doble vía al permitir consolidar la presencia a nivel territorial de operadores de justicia en concordancia al mandato constitucional dispuesto en el artículo 229 la Constitución Política de 1991 que “garantiza el derecho de toda persona para acceder a la administración de justicia”.